Por Cecilia Komaromi
La primera vez que me vi una cana estaba en el ascensor de la casa de mis padres. En realidad, era mi casa también, en ese entonces. Ahora vivo en otra casa, que es mi casa, en otro país, que no es mi país, y a la que siempre fue mi casa, la llamo la casa de mis padres. Eso me genera un poco de incomodidad pero, a la vez, con 31 años, temo sonar como una desequilibrada si hablo de mi casa al hablar de la casa de mamá y papá. Sobre todo, porque me fui a vivir sola tarde, en términos convencionales, y durante los últimos años de convivencia con mi familia, sentía una especie de peso, de mirada enjuiciadora, cuando, por alguna razón, mi interlocutor se enteraba que seguía viviendo con mamipapi. Sin embargo, y a pesar de que ya no vivo bajo la tutela de mis progenitores, a la hora de mencionar el hogar, hay algo de las nomenclaturas separatistas que me hace ruido. ¿Por qué ya no llamar mi casa al lugar en el que viví con mis padres y hermanos? ¿Solo se puede tener una casa? La gente que tiene dos o más casas, porque tienen propiedades en otros países o balnearios, se refieren a todas ellas como suyas; entonces, ¿es un tema de cantidad o de delimitar lazos afectivos? ¿La madurez y la sana evolución implican, necesariamente, un corte con el hogar materno/paterno?
El punto es que en mi casa, o en la casa de mis padres, mirarse en el espejo del ascensor era todo un reto: la luz blanca incandescente solo podía equiparar su crueldad con la luz de los baños de McDonald’s o de los probadores de ropa de Pull and Bear. Era ese tipo de luz que marca los granos, los puntos negros, los poros abiertos y cualquier tipo de imperfección que la piel tuviese. Los segundos que duraba aquel trayecto de ascensor eran un buen momento para apretar un nuevo grano o descubrir algo más que no me gustara de mi cara. Lo peor era cuando iba de camino a una cita o evento en el que quisiera verme bien más de lo habitual: no importaba cuán bien hubiera comido los días anteriores y, por ende, cuán deshinchada estuviera, o cuánto rato hubiera pasado arreglándome; finalmente, el último feedback, la reseña definitoria, se daba en el espejo del ascensor. Y siempre era jodida.
Estaba bajando en el ascensor cuando, de repente, vi algo blanco, cerca de la frente, al comienzo de la raya al medio con la que me peinaba en esa época. No sabía si lo blanco era producto del reflejo de la luz en mi cabeza, que de por sí tiene un tono ceniza rubión o si, oh dios cómo podía ser, era una cana.
No estaba preparada para verme un pelo blanco. A mis 26 años, la vejez, el deterioro del cuerpo, me parecía tan pero tan lejano que, de hecho, se sentía como algo que nunca iba a pasarme a mí. No es que no supiera que iba a envejecer eventualmente; sino que mi mente utilizaba el mismo artificio de evasión que usaba respecto a la muerte: lograba entender racionalmente que la vejez acontecería, sin necesariamente sentir que eso me iba a pasar, que yo iba a ser vieja, que yo me iba a morir.
Durante muchos meses vi aquel presunto pelo blanco con dudas, porque solo lo notaba blanco en el ascensor. ¿Era una cana? Tenía 26 años, no podía ser, ¿o si?
Tiempo después, comiendo torta de frutilla y canapés duros en el baby shower de una conocida, una amiga me dijo “Che, tenés una cana ahí, ¿viste?” y, en ese instante, la duda se volvió certeza: había empezado la bajada, el deterioro.
Hoy en día, cuatro o cinco años después del descubrimiento de la cana, ya no es que tengo una cana, sino que tengo canas, con S, en plural. Donde sea que abra los mechones de pelo y busque en mi cabeza. Incluso, las veo en los pelitos cortitos y nuevos, esos que nacen en el comienzo del cuero cabelludo, cerca de la frente, la patilla y la nuca; pelitos que siempre me hicieron sentir aniñada, fresca, como si algo estuviera constantemente naciendo en mí; hasta esos pelos sucumbieron a la muerte. Siendo realista, tal vez, ni siquiera sean tantas canas, pero yo las veo por todos lados, infectando mi cabeza con una histérica rapidez pandémica, como los virus mundiales de última moda.
No me gustan las canas. Tengo el impulso de teñirme o hacerme claritos para ocultarlas y pienso en el porqué de tal urgencia. ¿Por qué ocultar que estoy creciendo? ¿Por qué asocio el paso de los años con el deterioro y no con la evolución? ¿Por qué pienso el blanco del pelo como decoloración, en vez de asumir el nuevo color para celebrar, nada más ni nada menos, que la capa de piel que recubre el centro de comando de mi cuerpo está madurando?
Por otro lado, considero tener un relacionamiento sano con la edad; me gusta cumplir años y me gusta crecer, porque siento que el verbo se aplica en toda su expresión: cada año estoy más plena, cumpliendo metas, acercándome a objetivos y descubriendo nuevos retos. Sobre todo, cada año me siento mejor conmigo misma. Me gusta también porque el amor que vivo con la gente que me rodea, crece y, por ende, tengo más amor este año que el anterior y, probablemente, tenga más amor el año que viene, que este. Tengo la suerte de que el paso del tiempo es una alegría y, sin embargo, me asusta que ese mismo tiempo que celebro, se note. No quiero saber nada de arrugas, de líneas de expresión; pienso en usar cremas anti age, me alegro cuando me piden la cédula en un boliche +25 o cuando me manifiestan, con admiración, que nunca hubieran imaginado que tengo 31, que estoy bárbaray parezco mucho menos edad. Me incomoda cuando algún pendejito me dice señora o cuando un señor grande me tira un lance, como si ya fuese lo suficientemente vieja para entrar en el radar de levante de un cincuentón; cuando chequeo el formulario de alguna beca o visado y veo que ya estoy grande para aplicar o cuando estoy en un boliche, café o salón y me doy cuenta de que soy la persona con más edad.
No me gusta sentirme así, me avergüenza mi banalidad, quiero estar por encima de esas interpelaciones y, por ende, cuando aparecen esos sentimientos, los combato. Los combato con teoría, con intelectualidad, racionalidad e inteligencia. Pero, aún así, lo cierto, al día de hoy, es que el jueves, a las cuatro de la tarde, tengo hora para hacerme la tinta.
Cecilia Komaromi
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