Por Ceci Komaromi
Sabía lo básico acerca de la menstruación. Lo mínimo e indispensable para una niña de clase media en Uruguay: que me iba a venir, en algún momento, porque yo había nacido mujer; que, cuando me viniese, dejaría de ser niña y comenzaría a ser mujer; y que la sangre saliendo mensualmente de la vagina significaba, también, que si tenía relaciones sexuales, podría quedar embarazada. Mi conocimiento era relativamente suficiente en cuanto a lo práctico y se lo debía, casi en su totalidad, a las heteronormativas clases de educación sexual que recibí en primer año de liceo. Tuve suerte de que mi primera menstruación fuera luego de cursado ese año; no sé cómo habrán hecho las compañeras de clase a las que les vino en sexto de escuela o antes. Y digo no sé porque, realmente, no sé: nadie hablaba de eso. Nadie.
Mis recuerdos respecto a la menstruación, antes de tener la mía, son pocos pero concisos. Primero que nada, mi madre, diciendo que estaba enferma, y las cajas grandes de OB súper en el cajón de su baño. Si bien ella decía que estaba enferma, yo sabía que no estaba enferma de verdad, y que solo lo decía porque le estaba saliendo sangre de la pepa. De hecho, nunca la vi afectada por la menstruación; nunca faltó a trabajar, ni se quedó en la cama porque le doliera el útero. Mi madre convalecía de una enfermedad que no dolía o, al menos, no dolía demasiado. Era como un mal silencioso y crónico, que tenía que ver con ser mujer.
El segundo recuerdo es de Lucía, una chica de mi edad que iba a otra escuela. Era verano, teníamos doce años y nos habíamos ido de campamento con el club judío al que asistíamos. Ese año sería un campamento scout, que significaba que, en vez de contar con baños, duchas y dormir en cabañas, como lo habíamos hecho hasta ese entonces; ya entradas en la pre-adolescencia, estaríamos en un camping mucho más crudo: dormiríamos en carpas, que tendríamos que montar nosotras mismas, cavaríamos canaletas para que la lluvia no inunde la precaria morada, nos bañaríamos en el río y haríamos caca y pichí en el bosque.
El segundo día de campamento, vimos a Lucía llorando en un rincón. Nos acercamos a ella en grupo —como si ser abordada por once chicas fuese lo que Lucía necesitaba— y le preguntamos qué le sucedía. Como, obviamente, no respondió, llamamos a Adri, una de las líderes, encargada de cuidarnos y entretenernos, que tendría unos diecinueve años pero que, en ese momento, nos parecía una adulta sabia y experimentada. Adri habló con Lucía un rato largo. Unas horas más tarde, sus padres la vinieron a buscar y se fue del campamento. Adri nos explicó que Lucía se había ido porque le había venido la menstruación.
Mi tercer recuerdo es con mi amiga, Marina. Fue una de las primeras de mi grupo cercano en desarrollarse o, al menos, en contármelo abiertamente. A ella la sangre la agarró desprevenida y se asustó mucho. Por suerte estaba en su casa, pero no supo qué hacer y aparte no tenía toallitas para ponerse. Llorando, llamó a Tamara, una chica un año mayor que nosotras, para que la ayudara o manejar el asunto. Unas horas después, me llamó por teléfono y en suprema confidencialidad me contó todo.
El cuarto recuerdo es en el baño del liceo, con otra de mis mejores amigas, Camila. Estábamos yendo al comedor, a almorzar y, como de costumbre, primero fuimos al baño a hacer pichí y mirarnos al espejo. Yo no tenía que hacer pichí, así que me lavé las manos solo con agua y esperé a Camila, que tardó más de lo habitual. Como éramos las únicas allí, pude escuchar el ruido de un plástico resquebrajarse, proveniente del cubículo de mi amiga. Cuando salió, vi que tenía sangre en los dedos, mientras se lavaba las manos.
—¿Qué te pasó? —le pregunté.
—Nada, ¿por? —respondió, con total parsimonia.
—Tenés sangre en las manos.
—Ah, sí. Porque estoy con la menstruación —dijo, como si no fuera una noticia que ameritara bombos y platillos o, mínimamente, una confesión secreta.
—¿Te desarrollaste?
—Sí.
—¿Hace cuánto?
—Dos o tres meses, algo así —contestó, sin siquiera mirarme o darle importancia al asunto.
Camila se terminó de lavar las manos y salió del baño, como si nada. Caminé tras ella, con el esternón aplastado de dolor y una sensación de traición que puedo evocar hasta el día de hoy. Durante el almuerzo, en la mesa, me mantuve callada, cosa que era rara en mí, ya que en la dinámica que teníamos yo era la charlatana, la extrovertida. Al terminar de comer, en lo que quedaba de recreo previo a volver a clase, le dije que teníamos que hablar y le expresé mi angustia con lágrimas en los ojos, cuestioné el hecho de que no me hubiera contado que se había desarrollado y puse en duda el calibre de su amistad, ya que las mejores amigas se contaban esas cosas. También sentí desconfianza; me acuerdo que pensé que si me había ocultado eso, ¿qué otras cosas era capaz de ocultarme?
Cuando cumplí trece años, no tenía tetas, culo, ni curvas de ningún tipo. No tenía pelos en las axilas, ni en la pelvis o la vagina. De hecho, era tan chata y lampiña que mis amigas hacían comentarios al respecto. No era con maldad; al revés, eran muy buenas compañeras, pero el feminismo y lo decible o indecible sobre los cuerpos ajenos aún no había calado y estaba claro que yo era la amiga subdesarrollada físicamente; la tardía, la aniñada y, por ejemplo, para comentar el cuerpo de otra chica, el mío podía ser usado de referencia.
—Seguro gusta de ella porque es más grande —decía Ema, una de mis amigas, sobre la nueva novia de Pablo, un chico que, secretamente, a todas nos atraía.
—Sí, obvio. Además ella tiene tetas re grandes. O sea, es por eso cien por ciento. Aparte, ¿te acordás lo que dijo de Martina el otro día? Es un asqueroso —contestaba Marina.
—Capaz le gusta su forma de ser también, ¿no? ¿O dicen que es solo por las tetas? —pregunté yo.
—Es un hueco ese pibe, Ceci. Es obvio que es por las tetas; no le importa nada más. Por más que la chica fuese la más genia del mundo, ¿te pensás que se pondría de novio con ella si fuera chata como vos? Obvio que no. Es un idiota y un superficial.
Por una diferencia de meses, yo era la más joven de mi grupo, así que cuando cumplí trece años, era la única que quedaba por desarrollarse y había asumido el rol que eso implicaba. Me dolía quedar afuera del mundo de las adultas que ellas ya eran —que usaban sutién y se depilaban—, pero, en cambio, utilicé esos meses para cultivar mi yo machona, amiguera, care-free y, seguro, un poco más inocente. Me creí tanto el papel de que yo era física y mentalmente más chica y más atrasada que, cuando al mes de tener trece años —a una edad totalmente estándar para la primera menstruación—, me vino, la situación me tomó muy desprevenida.
Era el verano de 2002. Leonardo Di Caprio seguía vigente como macho indiscutido, luego de Titanic, Atrápame si puedes y Gángsters de Nueva York. El amor que le venerábamos solo era comparable por el fanatismo hacia los hermanos Marquesi, de Son amores. A mí me gustaba Martín, interpretado por Mariano Martínez, y Ema estaba enamorada de Pablo, que lo hacía Nicolás Cabré. Como prueba de su amor, se hizo un YahooGroup de él para hablar con otras cibernautas sobre lo que sentía. A mí no me convencía la idea de hacerme un grupo de Mariano Martínez, entonces me hice uno de Lenny Kravitz y otro de Nahuel Mutti (Tomás, en Verano del ’98), que llegaron a tener doce miembros. Si hubieran más fotos de aquel momento, se vería que usábamos el peor enemigo de las cinturas, los vaqueros de tiro bajo y, en mi caso, mucho pantalón con pata de elefante y blusas sin hombros, con mangas acampanadas. Me gustaba ponerme brillantina en los párpados, los pómulos y la parte superior del pecho y usaba el perfume Glow, de JLo. También usaba remeras talle small de hombre, que igual me quedaban enormes, de bandas que empezaba a conocer —Pink Floyd, Los redondos, Nirvana, Rolling Stones, Attaque 77 y Los piojos— y me hacían sentir cool. Iba para todos lados con una mochila Jansport vieja, que había llenado de dibujos y frases, escritas con liquid paper blanco, intentando manifestar mi rebeldía. No tenía un estilo claro y me disfrazaba tanto de princesa de Disney, como de adolescente ricotera reventada, indistintamente, según el ánimo con el que amaneciera.
Fue un 17 de febrero. Domingo, 17 de febrero, para ser más precisa. La fecha y todos los acontecimientos que circundaron mi primera menstruación me quedaron grabados, como pocas cosas lo han hecho. Tal impronta en la memoria me hace preguntarme qué de todo el asunto —de sangrar, de mancharme, de la vergüenza y la humillación— hizo que la experiencia de la sangre se volviese un hito tan definitivo en la narrativa que construí de mí misma: por alguna razón, mi inconsciente se agarra de aquella anécdota con muchísima fuerza; tal vez tenga que ver con que, cuando sucedió, yo creía que menstruar me convertiría en mujer y que eso era lo que estaba destinada a ser. La sangre, finalmente, comprobaba que mi devenir había llegado. Según esa lógica, si la narrativa identitaria heteropatriarcal hubiese sido real, ese domingo 17 de febrero yo me hubiera convertido en lo que sería por el resto de mi vida: una mujer. Quizás, de ahí la fijación en la memoria; supongo que un hecho tan definitivo merecía ser recordado con precisión.
Estaba en Punta del Este, veraneando. Marina y Ema habían venido por una semana a quedarse conmigo y mi familia. El apartamento tenía dos dormitorios; en el grande dormían mis padres; en el más pequeño había dos cuchetas y, por la noche, tirábamos dos colchones en el piso, como podíamos, para que entraramos mis amigas, mis tres hermanos y yo.
Ese día fuimos a la playa y luego volvimos al apartamento a bañarnos y cenar. Más tarde nos iríamos a callejear por Gorlero, la calle a la que, por la noche, iban los adolescentes de mi edad a jugar a las maquinitas, comer helados de McDonald’s y, los más atrevidos, chuponear en alguna esquina. Yo estaba lejísimos de eso, pero me gustaba mirar de lejos a Guillermo, un pibe un año más grande que yo, que me gustaba, pero que ni me registraba. Pensándolo bien, me registraba, sí: sabía que yo gustaba de él y me trataba medio mal, demostrándome lo incómodo y desagradable que era que yo —una pendeja chata, orejona y, por ende, fea— gustara de él. Aún así, yo ansiaba cruzármelo y rezaba para que me saludara. En las mejores noches, me decía hola y me daba un beso en el cachete; otras, buenas pero no tanto, me regalaba un hola al pasar por su lado y las peores noches eran cuando me veía y no me saludaba.
Eran las ocho de la noche. Mis amigas ya se habían bañado, yo aún no; siempre dejaba la ducha para último momento. Si bien me bañaba todos los días —no había escapatoria, ya que me metía al mar diariamente—, no me gustaba hacerlo; entonces, lo postergaba. Tenía puesta una camiseta con cuello camisero de mi padre, que me llegaba hasta las rodillas, y una bombacha que me había puesto al llegar a casa, porque el bikini estaba húmedo. Me encantaba usar las remeras de mi padre cuando el clima en la playa refrescaba. Mi cuerpo se estiraba semana tras semana sin que yo tuviera algún tipo de control en tal metamorfosis y usar esas remeras me hacía sentir chiquita, protegida, como si por debajo de aquel manto paternal de algodón chino la piel no se estuviera desgarrando en violentas estrías fucsias.
Estaba sentada en la parte de abajo de una de las cuchetas de la habitación, con la espalda pegada a la pared y ambas piernas flexionadas, cada una formando una V invertida. De vez en cuando, apoyaba los codos en las rodillas. El ángulo que formaban la parte interior de mis muslos era amplio; rara vez me sentaba con las piernas cerradas. Por el contrario, solía despatarrarme y estar de piernas abiertas, cualquiera fuese mi posición. De un tiempo a ese entonces, mi madre me recalcaba que me sentara bien, como una señorita, pero no había caso. Posicionarme como ella quería no me quedaba cómodo y, además, no entendía por qué tenía que ubicar mi cuerpo de una forma que le era antinatural; por lo tanto, ignoraba sus pedidos de corrección sentadística.
Recuerdo que tenía algunas picaduras de mosquito en la pantorrilla derecha y estiré el cuerpo para rascarme. Ema y Marina estaban sentadas en el piso, a los pies de la cucheta. Hablábamos de los varones que nos gustaban —Guillermo y sus amigos—, como solíamos hacerlo siempre: diciendo que eran inmaduros e insustanciales, tratando de entender, con el poco aparato teórico que teníamos, por qué nuestras formas de ser —rebeldes, charlatanas, artísticas, viriles— no eran bien recibidas por ellos. Mirando la escena con el telescopio del futuro que es hoy, me dan ganas de hablar con esas tres preadolescentes sensibles, llenas de cuestionamientos florecientes y decirles que la pregunta que debían hacerse no era por qué esos muchachos no las miraban a ellas, sino por qué tres seres inteligentes y, contra toda chance, semi deconstruidos, gastaban tiempo y energías en varones tradicionales que, en última instancia, nunca les darían lo que necesitaban, porque esos varones no podían, porque carecían de herramientas mentales, emocionales y afectivas para hacerlo. Me dan muchas ganas de decirles un montón de cosas a esas tres nenas; sobre todo, explicarles que el sinfín de dificultades a las que se van a enfrentar a partir de ese momento, en la mayoría de los casos, no tendrá nada que ver con deficiencias personales, sino con una sociedad enfermiza, que les va a retorcer la cabeza y el cuerpo, con estándares ridículos y romantizaciones nefastas. Pero no tengo diálogo directo con esa Cecilia de piernas abiertas, que estira la hora del baño y quiere seguir estudiando teatro, a pesar de no hacerlo, porque las muestras que hace su grupo a fin de año se vuelven objeto de burla; ni con la Ema que recién se dejó crecer el flequillo y empieza a tener vergüenza de bailar en público, con lo bien que lo hace; ni con esa Marina que elige cuidadosamente los sutienes, para esconder una delantera que la avergüenza, y usa un montón de anillos con piedras, cultivando una onda hippie chic antes de que cualquiera supiera que esa moda existía.
En medio de mi análisis sobre la frivolidad de los varones, Ema me interrumpió:
—Ceci, tenés manchado.
—¿Dónde? —pregunté yo, desconcertada.
—La bombacha —dijo Ema, señalándome el lugar de la mácula, accesible a todos los ojos, gracias a la posición en la que me encontraba.
Incliné la cabeza hacia mi entrepiernas y vi un redondel marrón oscuro.
—Qué raro —comenté.
—Andá al baño —me ordenó Ema.
Le hice caso, me bajé la bombacha y vi la mancha marrón oscura y media grumosa. No entendía qué era y temí que algo malo me estuviera pasando. Fui hacia mi madre, que estaba fumando en el balcón, hablando por teléfono con una amiga. La interrumpí:
—Mamá, no sé qué me pasó, pero me manché —dije, bajándome la bombacha y mostrándole la grumosidad cuasi negra sobre la tela rosa pastel.
—¡Cecilia! ¡Te hiciste caca!
—¿Eh? No, no. No me hice.
—Sí, Ceci. Te hiciste.
—Te juro que no, mamá.
—Ceci, qué asco. Te tiraste un pedito sin darte cuenta y te salió con caca. Esas cosas pasan… Qué asco, gorda —dijo mi madre, entre asqueada y risueña, pero con ternura. —Andá al baño, sacate la bombacha, lavala primero con agua fría y después con agua caliente.
—Bueno.
Hice lo que me dijo mi madre, volví al cuarto y expliqué lo sucedido:
—Me tiré un pedo sin darme cuenta y salió con caca.
Mis amigas se limitaron a responder ah, mirá y qué embole. Luego de limpiar la bombacha presuntamente cagada, me puse una nueva y volví a la parte inferior de la cucheta, para seguir conversando. Quince minutos después, Ema me interrumpió nuevamente:
—Ceci, tenés manchado de nuevo.
Acto seguido, incliné la cabeza hacia la vulva y ahí la vi por segunda vez: una mancha marrón cuasi negra, con forma ovalada, decorando el calzón celeste que recién me había puesto. Me acerqué a mi madre que seguía al teléfono.
—Mamá, me manché de nuevo —dije, mostrándole la evidencia.
Esta vez, mi madre le cortó a su amiga al otro lado de la línea y me miró un poco exasperada:
—¡Te hiciste caca de nuevo, Ceci! Por favor, ¡estás grande!
En la primera ocasión, acepté la idea de haberme pseudo cagado sin darme cuenta; al fin y al cabo, tenía trece años y si mi madre decía que eso era posible, seguramente lo era. Pero cagarme dos veces, sin notarlo en absoluto, en un lapso de veinte minutos era más de lo que mi hormonado raciocinio podía aceptar.
—¡No, mamá! ¡Pará! No me hice de nuevo.
—Andá a lavarte, Ceci, dale, haceme el favor.
—Mamá, ¡no me hice caca! ¡En serio!
—¡Ceci!
—¡En serio!
Mi madre miró la tela otra vez, ahora con más preocupación. Si no me había cagado, algo estaba pasando. Mientras tanto, con la bombacha a la altura de las pantorrillas y la vulva lampiña al aire, yo esperaba el veredicto materno-médico, asustada, ¿qué era esa podredumbre negra que salía de mis entrañas?
Unos segundos después, mi madre dio un pequeño saltito y se tapó la boca y la nariz con las dos manos, como si hubiera descubierto una revelación tremenda.
—Mi amor, ¡te desarrollaste! —dijo, sacando las manos de su cara y abrazándome fuerte.
Yo, aún en vulva, no entendía nada.
—¿Qué?, ¿eh?, ¿qué?
—Te desarrollaste, mi amor. Te hiciste mujercita.
Me salí de los brazos de mi madre, asqueada por todo lo que veía y escuchaba, por la mancha negra grumosa, las bombachas sucias, la caca ficticia y la palabra mujercita. Todo era horrible. Miré a mi madre, paralizada.
—Bueno, ¿qué hago? —quería que ese momento terminara lo antes posible; estaba avergonzada y enojada y solo quería volver a mi cuarto a hablar de Guillermo y sus amigos y no mencionar nunca más el asunto.
—Andá al baño de nuevo, lavá la bombacha con agua fría y después con agua caliente, ponete una bombacha nueva, armá un rollito grueso de papel higiénico y ponételo en la bombacha, para que no se manche más. Mañana temprano vamos a la farmacia a comprar toallas femeninas, porque yo solo tengo tampones, pero vos sos muy chica para usarlos. Igual, hasta mañana vas a estar bien con el papel higiénico.
—Bueno —dije y me fui.
Un segundo antes de que lograra irme del balcón, mi madre me llevó hacia ella y me abrazó:
—¡Mi amor chiquito…! ¡Te desarrollaste! ¡Ya sos una mujer..! ¡No era caca, mi princesa! —murmuraba, entre apretones más fuertes y besos que me daba en la frente y las mejillas.
Yo permanecía dura, como un soldadito. Cuando terminó de celebrar, me encaminé al baño, a hacer todo lo que me ordenó. A mitad de camino, giré y volví corriendo al balcón:
—¡Jurame que no se lo vas a contar a nadie!
—Te lo prometo.
—¡No! ¡Jurámelo! ¡A nadie! —grité bajito, con un dramatismo hollywoodense que, en ese momento, sentí más que pertinente.
—Te lo juro, mi amor.
A partir del 17 de febrero de 2002, mi cuerpo se embarcó en una carrera fisiológica que devino en montones de pelos en lugares indeseados, grasa y kilos en órganos que hasta ese momento eran chatos, estrías violetas gigantes que me rompían la piel, granos dolorosos y la despedida de un montón de prendas y zapatos que adoraba, pero que luego de convertirme en mujer ya no me servían. Encima, sangrar dolía.
Desde ese momento, pasaron cientos de mililitros de sangre, de coágulos, de tampones, toallitas, ibuprofenos, anticonceptivos, baños de malva, bombachas tiradas a la basura, pantalones manchados, sábanas arruinadas y citas canceladas. Le di tampones a amigas en lugares llenos de gente, con el puño cerrado, escondida, como si estuviera pasando droga. Rehusé tener sexo sin animarme a decir que el motivo de mi negativa era la menstruación, porque tenía miedo de que el pibe en cuestión, al saberme menstruando, sintiera asco. Tuve diarrea menstruando y entendí lo que era perder el control de los intestinos y el útero. Tuve sexo el día después de que se me fuera la menstruación y, al terminar, el pibe, al ver sangre en el preservativo, me dijo qué asco y no lo volví a ver nunca más. Fraternicé con una extraña de cuarenta y tres años en una oficina estatal cuando, tras recién conocerla, le pregunté si tenía un tampón, porque yo no tenía nada para ponerme y no quería irme del lugar, ya que hacía una hora y media que esperaba para hacerme el pasaporte; la señora abrió todos los cajones y cajoncitos de su escritorio y no encontró nada; al final, llamó por interno a una compañera suya que me trajo un tampón y se aseguró de cuidarme el lugar en la fila mientras yo iba al baño.
Recuerdo la primera vez que reconocí una producción cultural que hablaba de la menstruación; fue en el 2017, en una canción de Sofía Viola llamada Menstruatango. La escuché de casualidad, gracias al algoritmo de Spotify. Me llamó tanto la atención, que reproduje el tema seis veces seguidas. Ahora me lo sé de memoria. Ese mismo año vi 20th Century Women, una película de Mike Mills, en la que actúa la grandiosa Greta Gerwig, quien, representando un personaje en una cena familiar durante los años setenta, habla de la menstruación y obliga a todos los comensales a pronunciar la infame palabra. Entendí, por aquel entonces, que la menstruación debía ser parte de mi agenda: me obligué a hablar de ella sin pudor (o escondiendo, lo mejor posible, el pudor que me fue enseñado); pedí y compartí tampones abiertamente; si la situación lo requería, le decía al pibe que me gustase que estaba menstruando, sin descartar el sexo por ese motivo; compartí posts de instagram; firmé peticiones para desgravar el IVA de los productos mal llamados femeninos e investigué sobre la copita menstrual.
Menstruar, no menstruar, cómo menstruar, cuánto menstruar, qué usar, qué no usar, qué tomar, qué ponerse, qué decir, qué esconder, qué hacer, qué no hacer… Son tantas las políticas de corrección social e identitarias que giran alrededor de uno de los actos más animales que me interpelan mensualmente, que a veces no sé ni cómo abordar el tema. Estoy convencida de que tengo que hablar de ella, de la menstruación —no de la regla, no del período, no de Andrés, no del mes—, de la mens-trua-ción, dicha con énfasis y despacio, saboreando cada una de sus coaguladas sílabas. Sé que me toca mencionarla en el formato más gore posible, para allanarme el terreno a mí y a todas las que están por menstruar en el futuro, para que su existencia se integre al espacio de lo social. Se trata, al fin y al cabo, de visibilizar y normalizar.
Sídney, 23 de julio de 2021
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